Gotas en el cristal

Amanecía lloviendo y ella sabía que ya nada iba a ser igual, seguramente para el resto de su efímera existencia. Desconsolada miraba por la ventana con el cristal mojado con gotas inestables.

Ya hacía dos meses que la habían despedido. Toda una vida dedicada al mismo trabajo, desde que dejó la Universidad. Qué suerte se dijo entonces, nada más acabar y en un puesto relevante, no como algunos de sus compañeros de promoción, que acabaron en cualquier sitio, en un callejón sin salida.

Sí, toda la vida entregada a un proyecto que la había abandonado a su suerte. En la peor edad. Aún recordaba, con tristeza, como su madre se hizo a la idea de que nunca tendría nietos. Que su hija había elegido el camino del éxito profesional. Y ahora, todo le parecía baldío, yermo.

Como dejó familia, en otros años muy unida, y amigos con los que no podía quedar (o no quería) porque estaba entregada a promesas que la harían ser admirada.

Se encontraba sola. Después de que Alejandro, se cansara de esperar una relación comprometida. Una relación en común de verdad.

Y ahora, encerrada, sin poder salir. Sin alternativa para poder buscar un impulso, un aliciente, una motivación. Se le había ido el tiempo y no podía recuperarlo.

Ya hacía también dos meses que había perdido a su padre. De los primeros en caer cuando estalló el estado de alarma. La maldita pandemia. Apenas pudo despedirse de él. Por seguridad dijeron. Y a las pocas semanas su madre. Qué fue aún peor, sin despedida y en la lejanía, todavía estaba esperando su cuerpo. Recordaba, con un pensamiento cruel, el talante apagado de su madre, falta de cariño infantil en su ocaso.

Ahora, un día más, diferente. Sin nadie a quién llamar. Sin nadie en quién apoyarse. Sin nadie a quién contar lo despiadada que había sido la vida con ella. Una vida, que tal vez, no había vivido de verdad.